Ayer me junté con mi amigo Long, de Francia. Fue el primer compadre que veía en persona en más de tres semanas. Es loco pensar cómo he normalizado mi soledad física, al compensarla virtualmente con mi familia y amigos a través de llamadas de WhatsApp o mensajes por redes sociales. Pero claro, cuando mi amigo ayer me escribió “¿Quieres ver a otro ser humano?”, no dudé por un minuto en decirle que sí. Algo de humanidad queda en mí igual. Afortunadamente.
Caminamos por Nørrebroparken, un área verde que está en un barrio que solía ser un ghetto acá en Copenhague. Ahora, en vez de los inmigrantes de Medio Oriente o África de antaño, estaba completamente gentrificado y plagado del escandinavo promedio, con pelo “rubio sucio” y ojitos de color. Y demasiado lleno, diría yo. Especialmente considerando que aún estamos en cuarentena. Como que muchos días de encierro hicieron a estos culeados revelarse contra las reglas, que por lo general siguen al pie de la letra. Unos loquillos.
Una vez que llegamos al departamento nuevo de mi compipa, pasé a conocerlo y, después del tour obligatorio, me senté en su sillón mientras todavía le llegaba el sol de la tarde. “¿Y cómo va tu vida romántica?” me preguntó, después de una conversa más superficial. Me reí; no sabía si me estaba hueveando o si realmente quería saber cuál era mi estatus sentimental en medio de la crisis sanitaria. “Sigue en cero, cómo siempre,” respondí, con una sonrisa; “A menos que te refieras a mi ex.” Él se inclinó hacia mí en su silla (respetando la distancia social, claro) y me dijo “¿Y cómo va eso?” “Nada,” contesté, pero luego proseguí, con algo de vergüenza. “Bueno… la espié en Linkedin el otro día y casi me cagué cuando ayer vi que ella había mirado mi perfil de vuelta.” Ninguno supo qué pensar. Ambos nos miramos en silencio, como preguntándonos “¿Qué chucha significa eso? ¿Qué se puede hacer con esa información?”
Después de un rato, mi dolor de tobillo empezó a molestarme y decidí volver a casa. Agarré mi bicicleta (el medio de transporte oficial de Dinamarca) y empecé a pedalear de vuelta por el parque, ahora con menos gente por la falta de sol y el viento de mierda que de pronto empezó a correr. Muy típico de esta ciudad, por lo demás. Escandinavia no destaca por su buen clima, particularmente.
No es raro tener dramas sentimentales para un chileno estándar. Pero si me hubieran dicho por ahí por 2012, cuando aún estaba con mi primera polola, que eventualmente terminaría sufriendo por una serie de vikingas; puta, no les hubiera creído ni cagando. Porque, en aquellos momentos, estos lares no estaban en mi radar. Ni cerca. Y aquí estoy ahora, escribiendo sobre minas y huevadas sentado en mi departamento en Frederiksberg, uno de los barrios cuicos de Copenhague. Pensando en tomarme una Tuborg Classic y comer cabritas de microondas mientras veo el Netflix que le percho a mis viejos. Tecleando en mi Macbook Pro, escuchando Spotify y apoyado en mi set de comedor IKEA. Váyanse a la mierda, ¿cómo chucha tan nórdico el Eduardo? Me desconozco.
No voy a dármelas de progre y pretender que no disfruto (conscientemente, sí) de mis privilegios. Ayer me senté al lado de la ventana a tomar el sol y una chela sin alcohol, muy pirula, mientras mataba las últimas dos horas de pega antes del finde. Tan echado para atrás estaba, que hasta saqué una foto para el Insta en la que destaco la cerveza y mis calcetines H&M rosados. Muy abacanado el lopradino penca. Sentí, por un minuto, que le había ganado a la vida. Pensé en mi familia, apiñada viviendo en un departamento de un block en Lo Prado, cagados de miedo con la huevada del COVID. Con un Ministro de Salud que es un puto chiste, un gobierno inútil y un presidente de cartón. No hacemos ni uno con esos culeados que obligan a los chilenos a sacrificarse por la economía del país, sin importarles un pico su salud ni su bienestar. Y yo, muy cómodo acá, trabajando en casa hace más de un mes con mi sueldo pagado íntegramente. Un sueldazo más encima, comparado con los estándares chilenos. Qué injusto todo.
A veces se me olvidan los privilegios, sí. En especial cuando la vida se pone difícil. Cuando el corazón está muy hecho pebre, o cuando la soledad se hace muy evidente. Ahí pienso en mandar todo a la concha de su madre y volver a Chile. A la comodidad de lo conocido, al calor de la familia y los amigos. Pero claro, es en una contingencia como ésta en la que es bastante obvio que Chile está cagado. Que el neoliberalismo destruyó el alma del país y convirtió a compatriotas en enemigos por culpa de la plata. Y ahí recapacito y vuelvo a echarme en mi sillón multicolor IKEA, a sufrir por una mina y no por estar cagado de hambre o condenado a morir por la pandemia (o el gobierno) de turno.