Estás cambiado, Eduardo

Las clases aún no comenzaban. Era temprano en la mañana. Eduardo tenía 17 años y estaba a pocos meses de terminar la secundaria. No era popular. No tenía ni una puta idea de qué hacer con su vida. Y ahí estaba, solo, sentado en su puesto. Tenso. Un poco deprimido. Ansioso. En ese momento, los oyó.

“¿Vamos a ir a la fiesta en la escuela de estas chicas? Nos estarán esperando.”
“¡Claro! ¿Vamos todos?”
“No, sólo los más bacanes. No vayas a invitar a un huevón como el Eduardo. Nos haría ver mal.”

Risas. Todos rieron. Quizás ni siquiera notaron que él estaba ahí. O quizás no les importó. Eduardo sintió cómo las lágrimas inundaban sus ojos. Pero no lloró. Nunca lloraba. Nunca reaccionaba. Tragaba sus sentimientos y los reprimía, bien dentro de su pecho.

Dieciséis años después, los bacanes están gordos, viejos y calvos. Llenos de deudas y responsabilidades. Sus mejores tiempos hace rato expiraron, y ahora sólo les queda el confort -y el sopor- de una vida plana y vacía de sentido. Mientras, Eduardo llora. Ríe. Tiene orgasmos de vez en cuándo. Y su vida de rutinaria no tiene nada. Aunque a veces desearía que lo fuera.

Haber sido un perdedor o un nerd en el pasado te condiciona. Puedes quedar cagado de por vida. Claro, eso no necesariamente significa que termines tirado en la calle, o recluido en un hospital psiquiátrico. Simplemente se puede traducir en tener una visión del mundo distinta, y una forma de navegar entre la gente difícil de entender para el resto. No eres normal. Eres diferente.

Me cuesta trabajo creer que todo lo que vivimos es sólo una manifestación física de la Ley de Causa y Efecto. Una simple consecuencia de nuestras acciones y de las de quienes nos rodean. Es una explicación demasiado ligera y vaga. No le da sentido la mierda que viví, ni a las experiencias que me han marcado como persona. Debe existir algo más. Un “Algo” que sigo buscando.

“¿Cuándo terminaste con tu primera novia?” preguntó L.
“Hace casi cuatro años” respondí.
“¡Pero mira todo lo que has experimentado en este tiempo!” dijo L, con una sonrisa. Yo sonreí de vuelta.

De pronto, me vi en ese bar en Stefansgade, en el corazón de Nørrebro, compartiendo una cerveza con L. Ella, una linda chica danesa, me miraba con alegría, mientras conversábamos de todo y nada a la vez. L, la misma chica que fue mi amante por un tiempo, tras pocos días de haber terminado con mi ex noruega. Y, mientras escribo estas palabras, no puedo dejar de pensar que he vivido una vida extraordinaria, después de todo. El hambre, la pena, el bullying, la pobreza… todo eso me hizo ser quién ahora soy y estar dónde estoy. Lo que es genial, de alguna forma.

En 2008 tuvimos una reunión con mis ex compañeros de la secundaria. Al menos un par de veces en aquella ocasión, algunos de los chicos mencionaron que notaban que había cambiado. Incluso los autodenominados bacanes de antaño. Pero mi cambio no se detuvo ahí. Estaba lejos de terminar.

Sentado en su sillón rojo Ikea, Eduardo escribe el último párrafo del nuevo posteo de su blog. Hace calor en Copenhague. El verano en Europa de a poco comienza, y él lo puede sentir. Por eso el ventanal que da a su pequeña terraza está abierto de par en par, y Eduardo sólo viste un par de boxers multicolor. De pronto, una sonrisa se dibuja en su cara. Está escribiendo sobre él mismo en tercera persona. “Un poco pretencioso,” piensa. Le da igual. En un rato pedaleará en su bicicleta hasta Vesterbro, a un masivo festival callejero de música electrónica. Tomará algunas cervezas y bailará, rodeado de hermosas escandinavas. Muy dentro de su corazón, sentirá que éste es un pequeño triunfo para aquel Eduardo de 17 años que no fue invitado a la puta fiesta en el colegio de chicas. “Hasta la chica más fea de acá es más linda que cualquiera de esas chicas en Chile,” piensa. Y aunque éste sea un triunfo muy superficial, es un triunfo, al fin y al cabo.

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