Transatlántico. Capítulo 01: El largo camino al amor en las Europas.

No dormí ni una huevada. Me fui a la cama como a las 12 de la noche, planeando levantarme a las 7 AM, para salir al aeropuerto a las 8. A eso de las 4 AM seguía despierto y no podía parar de darme vueltas entre las sábanas, tratando de conciliar el sueño. Quizás logré quedarme dormido una o dos veces, por alrededor de 40 minutos. A las 6 ya estaba en la ducha, exhausto. En fin, 17 horas sentado en un avión serían más que suficientes para dormir. O eso pensaba.

Siempre recomiendan llegar 3 horas antes al aeropuerto cuando tomas un vuelo internacional. Yo llegué con dos horas y media de anticipación, cargando más peso que un caballo de feria y sudando por cada poro de mi piel, sin importar que a esa hora la temperatura en Santiago no superaba los 10 grados Celsius. La verdad es que prefería eso a sentir que olvidé algo que extrañaría por los siguientes dos meses en el extranjero. No existe eso de ser “muy precavido”.

Pasé los siguientes 149 minutos de espera en el Aeropuerto Internacional Comodoro Arturo Merino Benítez de Santiago de Chile -¡qué nombre más largo, por Dios!- de pie. Mi itinerario de vuelo incluía un vuelo de 17 horas hasta Amsterdam, con una parada en Buenos Aires. Si iba a estar las siguientes 17 horas sentado, ¿para qué mierda me iba a sentar a esperar mi vuelo?

Ya por fin en el avión me sentí inmediatamente en otro país. Sólo unos pocos chilenos completaban el mosaico de caras y razas distintas que componían los pasajeros del avión. “Cada vez más cerca de las Europas”, pensé. Me recosté en mi solitaria fila de 3 asientos y traté de dormir un poco. No pude. El ruido que hacían los otros pasajeros y la rápida parada que hicimos en Buenos Aires me quitaron la oportunidad.

Pensé que no sobreviviría. A cada rato miraba la hora y el reloj se negaba a avanzar. El asiento era demasiado incómodo y dormir se me hacía imposible. La programación de la pantalla que tenía al frente era bastante aburrida y la vieja de mierda que se sentó a mi derecha en Buenos Aires no me dejaba tranquilo. Ser el único tipo que hablaba español en el avión en ese momento era una gran desventaja. Afortunadamente, la chica holandesa que viajaba a mi izquierda resultó ser muy agradable y lo suficientemente relajante para quedarme dormido al poco rato de conversar con ella.

Desperté con el desayuno al frente de mi cara -literalmente-. Sólo quedaban un par de horas para aterrizar en Holanda. De repente, la programación del avión ya no parecía tan aburrida, y la vieja de al lado dejó de ser tan de mierda. ¡Estaba sobrevolando Europa! ¡Estaba cada vez más cerca de mi amor!

Me bajé del avión en el aeropuerto de Schiphol, en Amsterdam. Corrí varios metros hasta la puerta en la que tenía que subirme al siguiente avión, el último de ese trayecto de mi viaje. Dos horas después, ya estaba siendo revisado en la aduana más racista por la que he pasado en mi vida, en el aeropuerto Torp, en Sandefjord. No me importaba. Por fin había llegado a Noruega, tierra natal de mi novia.

Acarreando más bultos que el Viejo Pascuero -Santa Claus, para los más internacionales-, caminé triunfal fuera del aeropuerto. La hermana mayor de mi polola vikinga me estaba esperando en su auto. Un abrazo y un beso en la mejilla me daban la bienvenida a la familia. “Welcome to Norway” me dijo ella. “Takk!” le respondí. Osea, “gracias” en noruego.

Después de unas cuantas cervezas, las barreras culturales se habían ido a la mierda. Mi cuñada y su pareja se dedicaron a mantenerme entretenido por el resto de las horas que pude mantenerme despierto, luchando contra el jetlag -6 horas de diferencia con Chile confunden a cualquiera-. Lo poco que logré ver me dejó claro una cosa: ya no estaba en Santiago. Noruega era otro mundo. Pero aún no era tiempo de conocerlo. Mi viaje no terminaba ahí.

Después de 12 horas casi ininterrumpidas de sueño, me levanté a comer mi desayuno/almuerzo y a empacar para emprender mi siguiente vuelo. La pareja de mi cuñada me llevó hasta al aeropuerto, y desde ahí el avión me llevó hasta Londres, sin aduana racista de por medio.

Gatwick puede que no sea el aeropuerto más grande de Inglaterra, pero a mí se me hizo gigante. Tenía menos de una hora para tomar mi bus, así que corrí lo que parecieron ser unas 10 cuadras para poder llegar a Inmigración. Ahí fui el primero -y único- en la fila, pero la señora -o solterona de mierda- que estaba atendiendo no quiso revisar mi pasaporte. “¿No ve que ahí dice que debe esperar a que lo llamen?” me preguntó cuando pasé a su ventanilla. “Sí, pero no hay nadie…” respondí. “¿Lo llamé?” replicó. Entendí el mensaje. Volví, como un huevón, a la fila, y esperé, solitario y paciente, hasta que se decidió a llamarme.

– ¿A qué viene a Reino Unido? -me preguntó.
– Voy a buscar a mi novia a Gales -le dije, sonriente.

Con la tinta del timbre de entrada a Reino Unido aún fresca en mi pasaporte, seguí mi carrera por Gatwick hasta la parada de buses en la salida norte del aeropuerto. No entendí el acento del conductor del bus, pero creo que me dijo que en 5 minutos más salía. Lo había logrado. Me subí al autobús y me tiré en el primer asiento disponible. “Sólo quedan 5 horas” pensé. “Sólo 5.”

La campiña inglesa era hermosa, pero después de un rato todo ese verde y muros de piedra se hicieron monótonos. Y, para qué les voy a mentir, sólo podía pensar en una cosa: mi reencuentro con mi preciosa vikinga. ¡Tantas expectativas!

Finalmente, llegó el reencuentro. Partí el Lunes a las 11 de la mañana desde Santiago de Chile y a las 11 de la noche del Miércoles, me bajé del bus en Swansea, Gales. Y ahí estaba ella, esperándome. ¿Expectativas? ¡Al carajo! Un abrazo apretado, un beso, un agarrón de trasero. Es todo lo que necesitaba para sentir que mi travesía transatlántica había valido la pena. Casi tres días viajando, en aquel momento, tuvieron su recompensa. Por fin estábamos juntos de nuevo. Al otro lado del mundo, cruzando el Atlántico, en las Europas.

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