Llamada por WhatsApp con la mamá durante un paseo en bicicleta por la ciudad. Hora de almuerzo.
“Me siento pésimo, mamá.”
“Lo sé, es difícil. Pero no puedes seguir pensando en ella, tienes que enfocarte en otras cosas. Algún pasatiempo, alguna actividad, una cosa así… ¿No te gustaba escribir? Sé que soy tu madre, pero creo que tienes un gran talento para eso.”
“Estoy destrozado, Chica… No tengo inspiración. He intentado escribir, pero no me sale nada. Estoy seco, de verdad. Tengo muchas cosas en mi cabeza.”
“Escribe hijo. Sácate todo ese peso de adentro. Escribe.”
“Sí, mamá.”
Escribo entonces. A ver, ¿por dónde partimos? Si digo dónde estoy aquí y ahora, nadie en Chile entendería ni lo creería. Nadie que me conoció años atrás, en los blocks al frente de La Africana, en San Pablo. O que me vio con mi primera polola, caminando a la hora del pico de vuelta de la Blondie por ahí por detrás de la Estación Central, tratando de llegar cerca del Hogar de Cristo en General Velásquez sin ser apuñalados en el camino. No, ni cagando me creerían. Un lopradino no llega hasta acá. Mucho menos este lopradino.
Igual, traten de imaginarse esta escena. Dejen de lado la incredulidad que les pueda generar esta historia y echen a volar un poco la imaginación.
Comienzo de la primavera. Departamento antiguo, piso de madera media descascarada y paredes pintadas de blanco. Sillón IKEA multicolor en un living más bien despejado, con el sol de media tarde entrando por la ventana y cayendo sobre él. Ropa sucia desparramada en el piso y una taza de café, helándose en la mesa de centro, color blanco crema. Una bolsa con huevos de pascua sobre una librera (regalo de la empresa) y un indio pícaro al lado, de adorno. Y ahí, en este escenario, un huevón de 37 años, flacuchento y barbón, tirado sobre el sillón. Cansado, deprimido y caliente. Muy caliente. Pensando qué chucha escribir para evitar sentirse culpable por, una vez más, desoír los consejos de su madre. ¿Qué tal la foto que les pinté?
Sigo escribiendo.
El huevón del sillón IKEA soy yo. Pero creo que a estas alturas ya se deben haber dado cuenta de eso. “Sí, es la historia del lopradino,” ya deben haber pensado. Inteligentes ustedes. Sí, ese compadre alicaído y decadente soy yo. Eduardo. Aburrido por la puta cuarentena que ya lleva más de un mes. Calculando que hace ya como tres semanas que no he visto a otro ser humano en persona. Y cuestionándome todo: ¿Cómo llegué a este punto en mi vida? ¿De qué ha servido? ¿Adónde estoy yendo con todo esto?
No sólo es la mierda del COVID-19 la que me tiene sumido en este estado meditativo. Se han juntado varias cosas más. Siento una soledad muy profunda, que no tiene tanto que ver con las circunstancias, pero mucho más con una cosa más existencial. Claro, el hecho que hace un par de meses terminé con mi última polola, bueno, no ayuda tampoco. ¡Puta que me hizo cagar esta huevona! Pero esa es otra historia, muy larga y compleja para enfocarme en eso. Además no sólo le prometí a mi viejita linda que iba a escribir, sino que también lo usaría para pensar en otra cosa que no sea la ex. Así que acá me enrielo de nuevo en lo que sería este hilo: mi soledad de mierda.
“¿Pero por qué tan solo, compañero?” me preguntarán, ¿no? Bueno, es complicado. A ver, veamos. ¿Saben dónde está Dinamarca? Sí, Europa. Específicamente, un área al norte conocida como Escandinavia (por eso el nombre de esta columna.) Aquí estoy hueviando hace ya casi cinco años. Viviendo y trabajando en Copenhague, la capital. Lo que me calza bien; pasar de la capital de Chile a la ciudad más grande y cosmopolita del Reino de Dinamarca (sí, acá aún hay una reina. Vieja escuela.) Pero claro, comparar Santiago con Copenhague es un poco insultante. Acá hay 500.000 personas nomás. Chica la huevada. Un pueblito en comparación, la verdad. Y muy helado. Y gris y lluvioso, la mayor parte del tiempo.
Como primer factor de mi soledad, entonces, ya tenemos la distancia física de todo lo que conocía y amaba en Chile. Mi familia, mis amigos de colegio, el departamento que arrendaba por 150 lucas (¡sí, mansa cueva!) en el mítico Barrio Brasil, la vida fácil como desarrollador web freelancer, las chelas baratas en la terraza con el sol escondiéndose detrás de la cordillera de la costa a la distancia… qué recuerdos. Igual las cosas no eran tan sencillas. Tenía una deuda de mierda por un accidente que tuve, en que me rompí mi tobillo izquierdo, y no tenía para cuándo chucha pagarla. Los proyectos iban y venían, así que mi estabilidad laboral era nula. Y, cómo guinda de la torta, mi polola noruega vivía conmigo y no tenía pega. De nuevo, otra historia para otro día.
Creo que otro factor importante de mencionar es mi lesión del tobillo. Después de seis años en que ya estaba completamente recuperado de la fractura que tuve, empecé a tener malestares de nuevo. De repente, el tobillo se me hinchaba de la nada y me venía un dolor horrible, que me impedía caminar. Después de darme vueltas por doctores, exámenes y más doctores, finalmente me operaron en Noviembre. Tuve que usar una bota ortopédica por ocho semanas, hasta para dormir. Una mierda. Pero ahora, ya a cinco meses de la cirugía, aún tengo el pie medio tieso y con un dolor muscular que me impide llevar una vida normal. Sigo haciendo fisioterapia para recuperar la movilidad, pero creo que quedé tan traumado con esos dolores repentinos que ahora tengo como fobia a caminar solo sin andar con muletas en mi mochila o con mi bicicleta a mi lado. Me da bastante pánico, a veces, estar en lugares nuevos o donde no me siento seguro. Así que salir a comer o a un bar con mis amigos, o a la oficina a trabajar, se convirtió en una misión casi imposible. De alguna forma, esto del coronavirus ha hecho que no sea mal visto pasar harto tiempo en la casa y comprar todo por internet. Pero claro, no es sostenible en el largo plazo. Lo que no contribuye a sentirme normal y, por ende, aumenta esta sensación culeada de soledad. (Sí, lo sé, no hay nada gracioso en este párrafo. Voy a compensar en el que sigue.)
Creo, sí, que el factor más importante de mi soledad son las minas. O la falta de. Es irónico, igual. Pasé de ser un huevón eternamente solo, a tener una polola inmortal por ocho años (de los 21 a los 29.) Y, después de eso, me dediqué a tratar de emular el mito del “latinlover.” Hasta que conocí a mi ex de Noruega, que me cambió la vida. Después de un período fallido en Santiago, me trajo con ella a Europa, y, cuándo todo se fue a la mierda, sobreviví a la ruptura culeando como que no había un mañana (¡gracias, Tinder!)
Pasaron muchas minas distintas por mi vida y mi cama durante los últimos cuatro años. Pero, sin importar lo lindas, ricas, interesantes o buenas que eran, no podía (ni quería) parar. Ni siquiera era de caliente que lo hacía. Suena a cliché, pero estaba tratando de llenar un vacío enorme dentro de mí que ninguna lograba llenar. Claro, todas esas historias me inspiraron para escribir un montón. Publiqué tres libros con mis aventuras (en inglés, lamentablemente. No le pego mucho a la escritura en castellano.) Hasta que apareció la nueva ex; una danesa increíble. Me enamoré hasta las patas. Y sigo enamorado, lo que es una mierda. Sin importar cómo me trató ni lo que me hizo, sigo ahí, como un santo huevón. Y yo que me las daba de galán y me reía de los que se atrapaban en una relación tóxica, caí mucho más fuerte. Castigo divino, parece.
Y aquí terminamos. Solitario, echado en un sillón IKEA multicolor. El sol escondido tras unas putas nubes escandinavas y un viento de mierda que borró el calorcito rico de primavera. Y uno deprimido, adolorido, aburrido, con el corazón roto y caliente. Muy caliente.
Bienvenidos a Escandinavia.