Faltan 3 días para que emprenda mi vuelo de regreso a Chile, después de un año y medio viviendo en Europa. El verano acá de a poco va dejando paso al otoño, y las mañanas ya no son tan soleadas como antes. Por eso, cuando a eso de las 9am me levanto a desayunar, me siento en el mesón de la cocina, al lado de la ventana, y dejo que los rayos de sol me bañen por algunos minutos. Hay algo en esa rutina de fin de semana que me invita a crear. Quizás sea la vitamina D entrando a través de mi piel, o la nostalgia, o la soledad. Mi mente se echa a volar y, si no estoy con una resaca de puta madre, me pongo a escribir.
Sacaba la cuenta de que éste es mi tercer verano en Europa. El Eduardo de 22 años, que orgulloso llevaba a su novia de aquel entonces a veranear a la playa por un fin de semana, no me creería. Tampoco me creería el Eduardo de 19 que se cagaba de hambre todo el día en la universidad porque no tenía plata para comprar algo para comer en la cafetería. Ni mucho menos me creería el Eduardo de 15, a quienes sus compañeros de curso e incluso sus amigos molestaban por vivir en un barrio pobre de los suburbios de Santiago. Y no lo culparía. La mayor parte de mí vida he sido pobre y hambriento, triste y solitario. ¿Qué oportunidades tenía para salir de éso? Era lo único que conocía. Ese era yo.
Al escribir estas palabras, algunas lágrimas se asoman en mis ojos. Mierda, qué duros fueron esos tiempos. Me moldearon y me hicieron más fuerte, más resistente, a punta de dolor. Me dieron una historia que contar, obstáculos que superar, y una sensación de triunfo frente a la vida que muchas veces olvido, cegado por los problemas del aquí y el ahora. Problemas de Primer Mundo.
Cuando tienes hambre, cuando sufres bullying, cuando pareciera que todo el mundo quiere pisotearte para sentirse mejor con ellos mismos, es difícil tener esperanza. Tu condición te define. Sus palabras, sus burlas, sus éxitos enrostrados en tu cara; todo eso te hunde en la creencia de que, en el fondo, ellos tienen razón. Pero, ¿dónde están todos ellos ahora? ¿Son felices? ¿Llevan vidas plenas y satisfactorias? ¿O son siluetas grises que se mezclan en la masa uniforme que los rodea y de la que son parte?
Yo no tuve nada y conseguí mucho. Llegué lejos -literalmente, también-, y crucé cada barrera que me pusieron al frente. Mirar hacia atrás, si bien es doloroso, es motivador a la vez. Me recuerda, en estos tiempos de dudas y penas, que yo puedo seguir adelante y que todo mejorará. Que, de alguna forma, la vida me compensa ahora por lo que me no me dio antes. Que la comida no me falta, que el barrio en el que vivo no es pobre, que siempre habrá mujeres y fiesta y alcohol y amigos. Que la palabra es mi don y la vida, mi inspiración. Y que, en pocos días, respiraré el aire contaminado de mi Santiago natal y podré recordar con más fuerza de donde vengo, para llegar con mayor impulso a donde quiero llegar. Claro, cuando sepa dónde mierda es eso.